Hace tiempo que venía fabricando su prostituto perfil. Con sus juegos perdidos y su mirada pícara, errada. Todo la hacía parecer una puta, sus movimientos, sus ojos, su ropa que cubría y encubría su deforme espalda, ardiente, sin pudores, ansiosa de posar de cama en cama.
Lola fue madre muy joven. A los dieciséis estaba amamantando a una criatura. Su hijo nació en el hospital municipal. Era un bebé muy robusto, hermoso, con grandes ojos azules hambrientos de conocer el mundo. Miraba con asombro todo lo que se cruzaba en su camino, con una contemplación absoluta, como si hubiera magia en cada pañal, cada biberón que se cruzaba en su camino. Todas las enfermeras comentaban su hermosura y se turnaban para cargarlo. Lola nunca más volvió a ver al padre, un amante ocasional quién apenas se enteró de su embarazo, la golpeó brutalmente y le gritó- ¡perdida, calienta pico, no tendré un hijo contigo, ese pendejo no es mío puta de mierda! . Desde ese día que Lola tiene la muñeca quebrada y cada vez que llueve, su muñeca le anticipa la precipitación con punzadas.
Lola se teñía rubio platinado, quería llamar la atención de cuanto hombre se le cruzara, no importaba la edad, clase social o estado civil, el sólo imaginarse penetrada, la hacía sucumbir ante cualquier invitación, por más profana que fuera. Sólo así, se sentía segura, querida, deseada, y era la única manera de no escuchar a sus sombras, aunque sólo fuera por algunos minutos.
El barrio la llamaba “la care muralla” y en ocasiones “la poto chimenea”. Desde que la sorprendieron en un oscuro callejón con las manos y rostro apoyados contra la pared, mientras un hombre levantaba su ajustada y corta falda de jeans, haciéndole el amor con los pantalones en las rodillas. El hombre metía sus manos bajo su estrecha camiseta para tocarle los pechos. Sus piernas largas y blancas junto con su cabellera platinada, se hacían notar en medio de la oscuridad de la noche. Sus gemidos no pasaban desapercibidos mientras el dueño de la florería de la esquina maniobrada su pene para metérselo lo más profundo posible diciéndole al oído: – ¿quién es la grandísima puta?, Zorrita-.
Quizás se abría mantenido el secreto si no fuera porque la esposa del dueño de la florería los sorprendió en pleno acto. La señora siguió a Lola a escobazos y gritos por toda la cuadra hasta que Lola pudo cerrar la puerta de su casa y zafarse de la enajenada esposa. Desde ese día todo el barrio se le vino encima, las mujeres odiándola y los hombres deseándola. Las mujeres le hacían desprecios, le quitaron el saludo, miraban hacia otro lado cuando se la encontraban y a veces le tiraban huevos a la puerta de su casa. Los hombres, en cambio, trataban de topársela a solas a ver si corrían la misma suerte del florista.
Lola tenía el cabello largo y bien cuidado y unos ojos azules pequeños de mirada fija. Le gustaba dejarse las uñas largas y rojas. La gente decía que se parecía al padre, un marino inglés que una vez tuvo una aventura con su madre. Él nunca se enteró que el único encuentro de esa noche húmeda llena de estrellas, engendraría a Lola.
Un día en un bar, Lola tomaba su Martini de los días viernes, sola, como de costumbre. Un hombre del otro lado de la barra la observaba atentamente, cada movimiento, cada cigarrillo que se llevaba a la boca. Creía estar viendo un ángel en medio de las tinieblas de aquel lúgubre bar. Lola sentía la mirada de aquel hombre, pero no le prestaba atención, seguramente era otro tipo que se había enterado de su reputación y quería tener una noche de placer, lo que podía esperar, pues el martini de los días viernes era la excusa perfecta para estar con ella misma y consolarse. Ya que no le quedaban amigas, así es que ella misma tenía que cumplir con esa labor y confortarse una vez a la semana en compañía del barman que siempre era tan amable.
Luego de unos minutos, el hombre del otro lado de la barra se sentó junto a Lola. Lucía un abrigo largo, negro. Usaba lentes de lectura y parecía un tipo serio. La invitó otro Martini y Lola como de costumbre aceptó. La miraba como a un espejismo, concentrado en su pelo, su sonrisa, sus manos, sus gestos, toda Lola le parecía un sueño. Comenzaron a hablar y él le contó acerca de su profesión, se llamaba Ian. Era médico, andaba por el fin de semana en la ciudad por un congreso de cirugía de su especialidad. No conocía a nadie. No quería salir a beber con otros médicos, no tenía ganas de lidiar con el éxito de los demás ni con el propio. Al comienzo hablaban de trivialidades, el clima, el bar, comidas, etc, Lola se reía del acento de Ian, le parecía muy divertido y cuando trataba de hacer chistes, se veía aún más gracioso gesticulando más rápido de lo que su atarantado español le permitía explicar.
Ian era un médico exitoso en Estados Unidos, vivía en New York. Toda su vida se la había pasado estudiando, entre internados en el hospital y las clases en la universidad. Si bien se había divertido en su juventud, no tuvo mucho tiempo para relaciones sentimentales, siempre estaban primero las responsabilidades. Ian era cardiólogo, muy reconocido entre sus pares, de padre gringo y madre venezolana. Físicamente era la mezcla perfecta de un mestizaje programado, alto, de piel blanca, pelo oscuro, una gran sonrisa en honor a su madre, con un corazón alegre, latino, apasionado, aunque más bien se veía un tipo serio. Para Ian no era fácil entrar en confianza, pero cuando lo hacía, dejaba florecer sus instintos más caribeños.
Ian contemplaba a Lola largamente, sin decir mucho, sólo buscaba palabras como excusas para poder mirarla, recorría con la mirada el pelo rubio de Lola, desde el comienzo hasta el final, cada detalle de su cara, su boca, ¡cómo miraba esa boca! Parecía que sus ojos fueran parte de su tacto y la recorría con tiempo, fijándose en cada detalle entre comisura y comisura. Ian tenía tantas ganas de llevarla a la cama, pensó en esa posibilidad segundo por medio desde que la vio, pero sabía que su corazón no aguantaría, quién mejor que él para dar el diagnóstico. Su enfermedad estaba pasando por un periodo de extremo cuidado, darle un poco más de trabajo a su corazón podría ser fatal.
Y así pasaron las horas, hasta que amaneció. Salieron juntos del bar. El sol comenzaba a llenarlo todo, mientras iban apareciendo los pintorescos colores de las casas un poco maltratadas por el tiempo. Ian miraba a Lola, su vestido azul, sus uñas rojas, las casas, las calles, quería guardar cada detalle en su memoria para poder volver a ese día cada vez que se sintiera agobiado en el imparable New York.
Ian quiso despedirse con un beso, pero sabía que si lo hacía no podría contenerse. Tomó la mano de Lola y la besó con un beso profundo, húmedo, como si besara sus labios y acarició sus dedos, uno por uno, mientras Lola cerraba los ojos para sentirlo por última vez. Lola dejó correr una lágrima por su mejilla y dio un suspiro que despertó su alma. Era la primera vez que se sentía querida, deseada y segura sin pasar por una cama.
Desde ese día Lola vuelve al bar todos los viernes para tomar su Martini. Pero ahora ya no para consolarse, sino para cerrar los ojos y volver a sentir a Ian besando su mano y reírse al recordar su mal hablado español.