Karen se veía hermosa, simplemente radiante. La tarde anterior había tenido a su primogénita Ana. su pelo negro brillaba y sus ojos derramaban una bondad que cubría toda la habitación. Hace algunos meses cuando nos conocimos en Paris, me contó que hacía tiempo que estaba buscando quedar embarazada, -después de los cuarenta años no es una cosa sencilla-, me dijo. Pero ahí estaba, cargando a su milagro de cinco meses, paseando por cada rincón del museo D’Orsay.
La idea de ser madre nunca la he sentido muy cercana, pero después de hoy, sé que lo quiero. No he visto muchas madres recién paridas, pero Karen me sorprendió, había algo en ella que hacía que en el ambiente se respirara paz y se pudiera tocar con la punta de los dedos. El mundo se había detenido en ellas dos, Karen y Ana eran una misma cosa, ambas de pelo negro y cutis perfecto, una la extensión de la otra.
Karen tomó a Ana entre sus brazos tiernamente y acaricio su mejilla. Ana emitía sonidos propios de una mujer de carácter. Sus cuarenta centímetros de prematura no eran un impedimento para hacerse notar, si le molestaba la luz o el ruido, lo hacía saber en su lenguaje bebuno y fruncía el seño.
Ana es perfecta, pequeñamente perfecta. Tiene unos rasgos finos, definidos, dignos de una reina de belleza en miniatura en categoría gramos. Usa unos aros de mini perlas y se sabe el centro de atención. Pienso como será cuando sea grande. Me la imagino guapa e inteligente, con personalidad, arrasando por la vida. Con sus pocos centímetros tiene cara de ganadora, creo que lo será. -Ana tiene nombre de Reina- mencionó alguien. No sé porqué pensé que las reinas no necesitan padre. Había tanto amor en esa sala, que tres serían multitud.
1 comentario:
Maca, estoy esperando un nuevo cuento. Estan lindos...
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