Hoy visité el Louvre, para los que no saben, era la residencia real antes de la revolución francesa. Hoy es un museo imposible de recorrer en un día. La majestuosidad de la construcción es una cosa que deja con la boca abierta. Es tan grande que se podría organizar un concierto de Madonna ahí dentro y aún sobraría espacio. No sé cómo lo hacían los reyes, porque por muy reyes que fueran, más de alguna vez les dio hambre o sed. Debe haber sido toda una travesía atravesar el castillo pasa ir a buscar un vaso de agua. Bah!, se me olvidaba, para eso estaban los sirvientes, parte de la plebe que trabajaba entregándoles sus vidas a la familia real. Seguro que ellos eran los que tenían que correr para satisfacer los más exquisitos deseos de sus amos y señores. Que cuerpos debieron tener esas y esos sirvientes, corriendo la maratón real todos los días. Ya me imagino a los nobles, con los ojos hinchados, las barrigas grandes y los corsés a punto de explotar, mirando los atléticos cuerpos de baja categoría, que más de alguna vez se tentaban a probar. Es que era para hacer una revolución, si te obligan a correr el castillo todo el día y después te cae un obeso sudoroso de doscientos kilos para hacerte el amor, no hay más camino que la revolución. Pero las cosas no fueron así, porque los sirvientes ante todos eran leales, más nobles que los mismos “nobles”, entrenados para soportar todo tipo de vejámenes y seguir a sus amos y señores hasta la luna si fuera necesario, mal que mal, tenían comida y podían alimentar a los suyos con los restos señoriales. Pero los que estaban afuera, campesinos y gente del pueblo, esos la pasaron mal, muertos de hambre, obligados a pagar exagerados impuestos para costear los escandalosos lujos y caprichos de la nobleza.
Miro los jardines de laberinto y me imagino las más eróticas escenas, en donde los vestidos largos y corsés ajustados no eran impedimento para caer en los brazos de la pasión. Y si no, ¿para qué tenían jardines de laberintos?, perfectamente podrían haber tenido grandes prados de hermosas flores, rosas y exóticas platas traídas de Egipto, China o la India, pero no, tenían esos arbustillos verde opaco podados con prolijidad, llenos de pasillos y rincones para jugar al “corre que te pillo”. Es que es obvio, si hasta a mi me dieron ganas de jugar, sino fuera porque los arbustos me llegaban al hombro y por los guardias del lugar, a lo más María Antonieta habría caído, mirando el cielo y gritando libertad.
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