Mientras me vestía, recordaba los aniversarios de mis padres. Mi mamá se tomaba casi todo el día para bañarse, perfumarse y maquillarse, para por fin en la noche, salir a comer con mi papá. Yo en cambio, en veinte minutos ya estaba lista, esperando a mi hombre que no soltaba a su amante, la computadora. Era mi primer aniversario conviviendo con alguien, no podía creer que ya había pasado un año, pasó tan rápido, supongo que es porque lo hemos pasado bien.
Llegamos al restaurant, todo a media luz, muy romántico. Comida thai-vietnamita en uno de los mejores restaurant de New York. La atmosfera a la luz de las velas, mi vestido rojo ajustado y la cuenta al final de la noche, dejaban claro que estábamos celebrando una ocasión especial. La pareja junto a nosotros celebraban su primer día de casados, se miraban con ternura, y se entrelazaban en un juego de manos cada vez que podían. Yo los miraba enternecida, tenían alrededor de cincuenta años y parecían unos quinceañeros.
El calor de las copas de vino empezó a subir. Nos reímos mucho. Conversamos de su libro, de mis clases, de la vida, del amor, etc, - “la pasamos divino”-, como dice mi amiga venezolana. En un momento me comentó como anécdota, que cuando miraba chicas guapas en la calle o donde quiera que fuera, nunca las encontraba chicas más guapas que a mí, mientras yo bromeaba diciéndole, - ¡es que más guapas que yo no hay!-. Ese comentario me hizo pensar los muchos tipos guapos que veía a diario caminando por las calles de Manhattan, y en lo insignificante que se convertían al ver la sonrisa de mi amado. Hasta que llegó el momento y le entregue su regalo, una carta de dos planas, diciéndole lo feliz que me hacía y contándole una historia. Nuestra historia. El momento en que llegó a mi vida y cómo Dios tuvo que ver en todo esto. Fue una completa catarsis. Había esperado meses para contárselo. Nunca antes me había sentido tan desnuda. Caminar literalmente empelotas por la calle hubiera sido sentirme mucho menos desnuda que al manifestar todo lo que guardaba mi corazón.
Apenas se la entregue la quiso leer. Seguí atentamente sus expresiones mientras la leía. Apenas terminó me miró y me dijo -no te creo ¿cómo tan perfecto?- Le expliqué algunas cosas, pero lo que en verdad quería decirle, es que hacía tiempo le había entregado las cosas a Dios y él es perfecto, por lo tanto sus obras a la vez son perfectas. Ya estaba tan abierto mi corazón que no quería desnudarlo más, además, no quería que sonara a una prédica canuta.
Aunque no me diga nada, yo sé que algo cambió en él después de esa carta. Me sintió segura, realmente entendió que yo encontré en él lo que busqué toda mi vida. Después de ese día lo veo más confiado, su relajo lo manifiesta hasta en cosas simples, al otro día ni siquiera se cambio la ropa, se ve sereno, seguro, feliz y todo el tiempo me dice que me ama, (aunque eso lo hace siempre, al igual que yo). Es que le mostré mis sentimientos tal cual eran, sin reparos, sin cartas bajo la manga y sin temor. De alguna manera, él, al igual que yo, bajó la guardia. Comprendió que me tiré a la piscina sin chaleco salvavidas y lo valoró.
Con los años y las malas experiencias nos vamos protegiendo, formando corazas alrededor de nuestro corazón. Es increíblemente que cada vez es más difícil hablar de sentimientos y más fácil hablar de sexo. Siempre es un riesgo entregar el corazón. Es tan doloroso cuando uno sale lastimado, que cuesta volver a confiar. Vamos estableciendo límites en la entrega, creando nuestras propias reglas. Porque siempre existe el riesgo a llegar un día y encontrarlo con otra, o a que simplemente ya no te ame.
Cuesta abrir el corazón, pero para mí después de abrirlo varias veces y salir muy lastimada, esta vez valió la pena. Veo como nuestra relación crece y renace aún más hermosa y más fuerte. Nuestros cascarones se han ido rompiendo poco a poco dejando atrás la vergüenza, el temor y la desconfianza. Simplemente, el amor vale la pena.
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